lunes, 31 de mayo de 2010

LA MÚSICA


En una instantánea típica de mi adolescencia estoy sentado en el suelo del salón, con las piernas cruzadas, al lado del tocadiscos. Nadie en casa, sólo la música y yo. Esa música que empecé a amar en el verano del 87 y que siempre me ha acompañado desde entonces. Con cuidado y precisión colocaba la aguja sobre el vinilo, bajaba la cobertura del tocadiscos y empezaba el espectáculo. ¿O no es un espectáculo poder disponer, para ti solito, de un grupo entero de rock, o de una filarmónica, o de un coro? Siglos atrás eran sólo una minoría de poderosos los que tenían el privilegio de escuchar música. Hoy, cualquiera puede disponer de un pequeño aparatito capaz de reproducir horas y horas de música de cualquier género. Antes había que ir a un determinado lugar para escuchar música. Hoy te la puedes llevar contigo a cualquier parte. Y aunque no te la lleves la encuentras igual, porque hoy suena música en los centros comerciales, en la calle, en los medios de transporte públicos. La música nos rodea y la escuchamos mientras hacemos footing, o vamos en coche, o estamos en el gimnasio. Por eso muchas veces no valoramos el placer que entraña. La música, hoy en día, se oye más que se escucha. Son raras las personas que se sientan a solas, en silencio, exclusivamente para escuchar música, para llenarse de ella y sentir lo que el poeta Ángel González quería decir cuando escribió que "Dios existe en la música". Por eso está presente en todas las culturas y de infinitas formas. Por eso une a personas de diferentes países e idiomas. Alguien dijo que la vida sin música sería un error. No es que fuera un error, es que me parece inconcebible. Como terapia, como arte, como medio para unir a las personas. Amo la música, por eso me gusta el siguiente cuento:

Se dice que era un mago del arpa. En la llanura de Colombia no había ninguna fiesta sin él. Para que la fiesta fuese fiesta, Mesé Figueredo tenía que estar allí con sus dedos bailadores que alegraban los aires y alborotaban las piernas.

Una noche, en un sendero perdido, fue asaltado por unos ladrones. Iba Mesé Figueredo de camino a unas bodas, él encima de una mula, encima de la otra su arpa, cuando unos ladrones se le echaron encima y lo molieron a palos.

A la mañana siguiente alguien lo encontró. Estaba tendido en el camino, un trapo sucio de barro y sangre, más muerto que vivo. Y entonces aquella piltrafa dijo con un hilo de voz:

- Se llevaron las mulas.

Y dijo también:

- Se llevaron el arpa.

Y, tomando aliento, rió:

- ¡Pero no se han podido llevar la música!



lunes, 17 de mayo de 2010

EL ARTE DEL SILENCIO

Hay silencios que hablan, silencios que gritan, silencios que confunden. Hay que aprender el arte del silencio. No es lo mismo tener la boca cerrada que estar en silencio. Estar en silencio es estar en calma, tranquilo, receptivo, fluyendo con el momento presente. Pero se tiende a confundir con no hablar. Y ese no hablar puede ser fuente de conflicto. Porque puede significar que no se quiere herir, o que se tiene miedo, o que se siente ofendido, o simplemente, que no se tiene nada que decir. Por eso, conviene comunicar de alguna manera nuestro pensamiento para que nuestro silencio no se malinterprete.

“No tengo nada contigo. Es que estoy cansado y no tengo ganas de hablar”, por ejemplo.

Hay reuniones en las que algún miembro no habla. Por la razón que sea. Entonces es habitual que alguien se dirija a él: “¿se te ha comido la lengua el gato?”, o “tú también puedes hablar, ¿eh?”. En algunas situaciones hablo poco, prefiero poner mi atención en lo que oigo. Sin embargo, con frecuencia alguien me incita a que hable. ¿Por qué no respetan mi silencio? ¿no será que ellos mismos no son capaces de estar en silencio y se sienten amenazados?

Alguien dijo que la verdadera amistad llega cuando el silencio entre dos transcurre amenamente. No hay entonces necesidad de decir, de contar algo. Ese es el verdadero silencio, el que no pide más, el que se deja llevar.

Pero para llegar a él a veces tenemos que “traducir” nuestros silencios. Para que no los malinterpreten. Dicen Eva Bach y Anna Forés que al conocido proverbio: “Cuando hables, procura que tus palabras sean mejores que el silencio”, tal vez convendría añadir: “Cuando tu silencio pueda confundir, molestar o dañar a quienes estén a tu lado, habla”.