martes, 2 de noviembre de 2010

HABLAR CON UN VIEJO


Hoy no me resisto a compartir un artículo que leí hace unos años del locutor y periodista Carlos Herrera. La vejez, el amor, la vida... espero que os guste.

HABLAR CON UN VIEJO

Recuerdo que aquél era un viejo pastor de la sierra de Córdoba. Como buen pastor, cuidaba ovejas; y también cuidaba el verbo seco y sentencioso de los que llevan mucho hablado. Yo le llevaba tabaco y, a cambio, él me contaba historias de aquel pueblo en el que yo estaba prestando el servicio militar. Su conversación era calmosa, como su tiempo de espera, como el latido pausado de su corazón. Creo que su vida estaba escrita en las arrugas de su semblante: la guerra, el hambre, la subsistencia, los hijos, los nietos y finalmente el abandono. También las ovejas, las cabras, los perros. Todo se entreveía en cada pliegue de una frente aún altiva y gallarda, acostumbrada a otear el verde límite del paisaje y a cobijar en sus adentros los recelos propios de un solitario. He hablado mucho con los viejos: los he tenido próximos, en casa. Eran, como el viejo pastor cordobés, hijos de los años arrevesados y cainitas; eran víctimas de años peores, de aquello que siempre fue conocido por la necesidad. Su conversación, por tanto, estribaba en puntualizar las diferencias entre la nada y la abundancia, y en ello se especializaban día a día. Pero en cambio, salpicaban su cháchara de lugares comunes: gracias a ello podía yo saber cómo era la calle, el barrio, los arrabales, el centro, tantos años atrás; aquí había un parque, allá una mercería, aquello no existía... Se convierten en museos andantes, incorporando a su memoria los testimonios de muchas vidas comunes y consiguen con ello abrumar a una joven parroquia cuando abren sus puertas. Son viejos de misa y Dios, que han visto casarse al cura y resignarse al Cristo. Son viejos, tal vez, de vieja rabia inconformista y rebelde, que se negarán a ceñirse a una decadente partida de dominó. Viejos de mirada perdida y juventud imposible, la nada, la lucha, la guerra, el hambre, los desvelos, ahora ya el aburrimiento. Están en todos los parques, alimentando palomas y dando de comer al niño triste que llevan dentro.

Cuando les veo, aposentados en su banco, siento muchísimas ganas de sentarme a su vera a hablar con ellos. Cualquier excusa vale: el tiempo, tal vez sea la mejor. Lo hago a menudo; ¿qué tal hoy por aquí, señora?, con eso vale para iniciar la charla sobre el ayer. De dónde vienen, quiénes fueron, cuál fue su peripecia, cómo eran sus bailes, sus noviazgos; me gusta saber a qué jugaban de pequeños, cuánta comida había entonces, cómo fue su boda. Es como una entrevista a uno de los grandes actores de la vida. Les pregunto por lo que pudo haber sido y no fue, por acabar de saber si, de verdad, tendemos a idealizar lo que no tenemos. Así me cuentan los pretendientes que tuvieron o lo pronto que se fueron sus padres, y me doy cuenta de que un viejo sigue añorando a sus padres y a los padres de sus padres. Veo entonces que los rigores de la ausencia no siempre los cura el tiempo, que los arañazos pasados dejan surco inevitable en ese algodón dulce que es la memoria.

Julio era un viejo ferroviario al que conocí poco antes de que muriera. Era un anciano cascarrabias, poco amigo de contar su vida, y del que yo sabía algo porque tenía el altísimo honor de haberme ganado su confianza y algo parecido a su aprecio, que consistía en que no juraba en arameo sólo con verme, cosa que sí ocurría con los demás. Yo entonces servía en los ferrocarriles y él pasaba las tardes en la Estación de Sevilla viendo cómo partían los trenes, es decir, familiarizándose con el adiós.

Su abnegada mujer venía muchas tardes a buscarle; compartían alguna hora de silencio y luego, silenciosamente también, la larga marcha de vuelta hacia el hogar. Julio refunfuñaba por todo, por todo gruñía y centraba en su santa esposa el vértice de todos sus contratiempos: que si no te has acordado, que si no has venido, que si para qué quiero esto, que si así, que si asá. Jamás hubiera imaginado a Julio amando a aquella mujer, tan prudente y solícita. De hecho, jamás hubiera imaginado a Julio amando a nadie que no fuera a sí mismo. Sin embargo, una tarde de otoño, melancólica y opaca, me contó aquel viejo fogonero en qué momento del tiempo se encontraba la cima de todas sus pasiones y el por qué de sus tardes perdidas en los trasiegos de tanto andén.

Ahí, me dijo, había conocido a la mujer más hermosa que jamás contempló en el mundo, en el pescante de un viejo tren con destino a cualquier parte, muchos años atrás. Era, me decía, una princesa deslumbrante y delicada, capaz de hacer que cualquier hombre perdiera la compostura y el recato sólo por mirarla. Aun de ir rebozado en hollín, se acercó a ella y le tendió una temblorosa mano para auxiliarla en su bajada; ella la tomó, descendió, y luego bajó sus ojos prudentemente. Sólo cupo, me decía el anciano, enamorarme hasta el ahogo, seguirla hasta su casa, verla secretamente todos los días, amarla de perfil. Era la más resplandeciente mujer que jamás vieron los hombres, tanto, que se enamoró perdidamente de ella y, secretamente enamorado, vivió todos los días que pasaron desde entonces.

Vehemente y fervoroso Julio. Su crónica era la de un amor secreto e imposible, el relato de un callado imán que le traía cada tarde al banco de aquel andén, donde guardaba celosamente la vergüenza del amor, donde seguía mirando tren a tren, por si otra vez volvía su joven amada a precisar la mano atenta de un exiliado de la vida.

Pero quedarse ahí era quedarse con la historia a medias: lo mejor de las películas está en el desamor y el desencanto. Acabé preguntándoselo:

  • ¿Qué pasó con aquella muchacha, Julio?

Nunca olvidaré cómo volvió su cabeza hacia mí. Se vislumbraba el desdibujado poso de la emoción en sus ojos. Están clavadas en mi memoria las palabras breves y temblorosas en su voz de tabaco y carbonilla.

  • Me casé con ella. Supongo que estará al llegar.


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