Hace años vi una película titulada "Secretos y mentiras". En ella los miembros de una familia se guardan rencores y secretos, hasta que llega un momento, en una comida, en que uno de ellos desnuda su alma ante todos, tras lo cual dice: "Ya está, lo he dicho. ¿Dónde están los rayos?... secretos y mentiras... ¡todos sufrimos!, ¿por qué no lo compartimos?".
Qué gran verdad. Cuánto daño nos hacemos guardándonos las heridas y dolores del alma. Observamos a alguien hacer o decir algo que catalogamos de ofensivo, y en lugar de expresarle el malestar que eso nos produce lo arrinconamos en un lugar del corazón y lo mantenemos allí, sin saber que el mal que se traga puede a su vez terminar tragándonos.
Podemos vivir meses, años, una vida entera con la espina clavada de un gesto, una mirada o una frase que interpretamos erróneamente, sin saber que tenía una explicación que no fuimos capaces de buscar. O quizás no, quizás lo interpretamos correctamente y nos sentimos mal sin que el ofensor llegase a saberlo, así nuestro silencio le permitió repetir su comportamiento abriendo más la herida.
Otras veces callamos algo que nos ocurre y nos quema por dentro por miedo a una reacción negativa, o por presuponer que no vamos a ser comprendidos, y no hay mayor sufrimiento que el que se vive en soledad.
¿Por qué permitir esto?
Hay que comunicar, expresar, compartir. Alguien escribió: una alegría que se comparte es doble alegría, una pena que se comparte es media pena. Para ser felices es necesario que los demás sepan lo que nos duele, lo que necesitamos, lo que deseamos. Sí, pueden no corresponder a nuestra confianza, pero merece la pena correr el riesgo. Sólo así es posible relacionarse con autenticidad, enriqueciéndonos y creciendo como personas.